martes, 20 de noviembre de 2012

Vinos argentinos que despiertan suspiros

Vinos argentinos que despiertan suspiros, sobre todo cuando se comprueba que mejoran con el tiempo. Pero hay uno que por historia, prestigio y consistencia se ha convertido en el vino más buscado para degustar atravesando sus cosechas. El Estiba Reservada, el vino ícono de Catena Zapata, desde 1990 marca el camino. Debo confesar que es un vino que conozco bastante porque siempre en la bodega tienen ganas de compartir. Sobre todo, de hacer este tipo de degustaciones para dejar bien en claro que desde la primera cosecha, la 1990, la intención del Estiba Reservada fue la misma: ser un gran vino argentino que trascienda los años, que permita con su evolución brindar pistas para seguir mejorando y ajustando detalles. Sí, porque es un vino cargado de sutilezas, desde el vamos. Luego, la historia lo colocó en su merecido lugar. No sólo se trató de un ícono comercial con su inolvidable packaging de felpa gris envolvente o su clásica y elegante etiqueta. También su calidad siempre estuvo a la altura de las circunstancias, es más: es evidente que las ha superado. El mito fue creciendo con el correr de los años y se mantiene firme en su posición de vino icónico argentino. Ese mismo que uno desea regalar cuando quiere agasajar o quedar muy bien. Ese que se quiere compartir cuando se viaja lejos con la sana intención de demostrar que en nuestro país también se conciben grandes vinos como en Francia, Italia o España. Un poco de historia Nicolás Catena tuvo una visión cuando viajó a Estados Unidos a fines de los ochenta y pasó por Napa Valley. Se dio cuenta de que en la Argentina, como en aquella zona vitivinícola que él estaba recorriendo, también se podían hacer grandes vinos. Así nacieron sus vinos más pretenciosos, y este es el icónico. Mucho tiempo después llegaría la versión para el mercado externo (Nicolás Catena Zapata). Porque, como todo buen bodeguero europeo, el doctor Catena sabía que primero debía ser profeta en su tierra. Pero como la historia había que escribirla con vino, Catena se propuso apostar al rey de los tintos desde el vamos: el Cabernet Sauvignon. No sólo por su fama internacional de variedad plástica y adaptable, ni tampoco por su potencial de guarda, sino porque la intención era competir –de igual a igual– con los mejores tintos del mundo: los de Burdeos, de la margen izquierda del río Gironda (Château Lafite, Château Latour, Château Mouton-Rothschild, entre otros). Hay que pensar que a fines de los ochenta del Malbec no se hablaba como hoy y los pocos vinos con atributos diferenciales que se elaboraban en el país eran a base de dicho varietal y a imagen y semejanza de dicha zona francesa. Pero no era cuestión de una emulación de manual librada al azar de nuestros terruños y nuestra naturaleza. Había que ir más allá. Por eso, Nicolás viajó con su hija Laura y juntos degustaron muchos de los vinos con los cuales había que competir. Y fue la dupla Galante-Marchevsky la que pudo convertir en vino aquellas visiones de Nicolás Catena. Pero el tiempo vuela. Hoy, aquella primera cosecha de 1990 ya cumplió veinte años en el mercado. Personas afortunadas con botellas de esas en su cava, como el señor Ernesto Lanusse (Espacio Dolli), pueden dar fe del potencial que aún tiene ese vino. En esencia no se modificó mucho desde su nacimiento, al menos en su primera década. El cambio de mileno trajo consigo muchas innovaciones. Desde el manejo de las viñas y los diversos terruños hasta la tecnología en bodega y también la forma de pensar el vino. Esta vez fue el turno de Alejandro Vigil, actual jefe de enólogos de la casa. Vigil responde con creces a la sed de investigación y desarrollo impuesta por el doctor y su hija en pos de encontrar las mejores expresiones de sus terroirs. Pero esa adrenalina no se podía volcar a esta etiqueta, al menos no toda. Hoy es el Estiba Reservada 2006 el último lanzamiento (mediados de 2011) y a decir por su impacto en el mercado, llegó para hacer crecer el mito. La leyenda continúa Es muy interesante ver cómo los vinos añejos siguen vivos o, incluso, evolucionan. Pocos de ellos demuestran potencial, o al menos es lo que sostengo, ya que llega un momento en el que el vino adquiere un estadio de equilibrio y complejidad que puede perdurar por muchos años, pero no seguir mejorando. Claro que sobrevivir es una virtud, pero mucho más, demostrar que, a pesar del paso del tiempo, un vino puede seguir diciendo cosas. Degusté recientemente en la cava de la bodega de Agrelo (sí, “la pirámide”) cuatro cosechas: 1997, 2000, 2004, 2006. Fui del más nuevo al más antiguo, aunque mis compañeros de ruta prefirieron ir de atrás hacia delante. Lo más interesante fue ver cómo las opiniones quedaron repartidas en función de los gustos personales. Y si bien no me preocupa mi gusto, sino la posibilidad que tengo de apreciar un vino y poder comunicarlo de la manera más objetiva posible en función de su calidad, el intercambio de pareceres amplió mi visión. Soy de los que creen que la biblioteca nacional de vinos argentinos aún está semivacía. Y por más que este vino tenga más de veinte cosechas (con las que están en bodega esperando su turno), sigue siendo una excepción como otros pocos. Con los años, esa biblioteca imaginaria se llenará de tomos (buena palabra para nuestro tema) y recorrerla será un placer. Sobre todo, por las enseñanzas, pero, en especial, por el potencial que –estoy seguro– desarrollarán nuestros vinos argentinos de hoy en los próximos diez, veinte o treinta años. Paciencia, todo llega. 1) Estiba Reservada 2006 / Catena Zapata, Mendoza, $1.480 Aromas bien dirigidos, con buena fruta negra de baya y perfumes herbales. Paladar franco, fluido y con nervio. Taninos incipientes, con cuerpo (estructura), pero liviano, bien a lo francés, aunque con la vivacidad de la fruta. No abusa para nada de lo goloso ni de la sobremadurez, es vibrante con delicadeza. Necesita más botella para ganar más complejidad y elegancia. No es muy largo, pero sí muy expresivo, con sutilezas y una textura firme que garantizan su potencial. Un comentario muy personal: inaugura una nueva era en la historia de este vino. 2) Estiba Reservada 2004 / Catena Zapata, Mendoza (*) Classy (vino moderno, pero con sabores y texturas tradicionales), elegante y muy integrado, pero a la vez muy lineal en su expresión. De muy buena fluidez, con taninos incipientes y un paladar franco. Linda textura y cierta complejidad de sabores. No es muy profundo, pero sí muy drinkable, diría Brascó. Para mí, está para tomar y no para ganar más complejidad en la botella, aunque su vida en la estiba sea larga. 3) Estiba Reservada 2000 / Catena Zapata, Mendoza (*) Sus aromas son complejos, algo ahumados, pero muy sutiles. Se siente el paso del tiempo en los tonos de tierra mojada. Presenta muy buen volumen, más que los que siguen (los más nuevos) y los taninos se mantienen firmes. En su final, asoman las notas herbales y las piracinas de un Cabernet Sauvignon maduro. Se nota que aún tiene mucho para dar, aunque ya su perfil de aromas y sabores esté bien definido. 4) Estiba Reservada 1997 / Catena Zapata, Mendoza (*) De aromas bien delicados e integrados, no se siente tanto el paso del tiempo como en el 2000. Sin embargo, su estructura es algo más débil. Terroso, con agarre y agradable profundidad. Algo seco sobre el final, pero con una muy noble evolución. Un gran vino, de una gran cosecha, símbolo de otra era vínica argentina que sigue dando que hablar. Fuente Infobae

sábado, 17 de noviembre de 2012

La latitud en los viñedos

Muchas veces se alude a la baja latitud de los terruños del vino argentino respecto a sus similares del hemisferio norte. Incluso, se suele decir que las regiones más australes de nuestro país no son verdaderamente frías si se las compara geográficamente con los viñedos más septentrionales del mundo. ¿Es eso realmente así? ¿Son los vinos patagónicos verdaderos productos de “zonas frías”? La mayoría de la gente sabe que la vitivinicultura tiene ciertos límites geográficos para su desarrollo, al menos si se orienta hacia la producción de vinos con alguna pretensión de calidad. En líneas generales, se dice que la franja “ideal” para la vid se sitúa entre los 30 y los 50 grados de latitud, tanto en el hemisferio norte como en el hemisferio sur. Pero se trata de una demarcación genérica, orientativa, y no constituye un concepto de validez absoluta. De hecho, hay numerosos sitios que superan las barreras invisibles de los paralelos señalados. Cuando la latitud es muy baja (o sea, por debajo de los 30 grados), el factor que produce las excepciones a la regla es siempre la altura. En Sudamérica hay muchos ejemplos al respecto que comienzan en el noroeste argentino (NOA) con los viñedos de Catamarca y Salta, situados entre 1.500 y 2.500 metros sobre el nivel del mar. Lo mismo ocurre en otros países de vitivinicultura incipiente, como Bolivia y Perú, e incluso existen bodegas productoras en ciertas regiones altas de Colombia. Salvando las diferencias de tradición, dimensión y orientación de la industria en cada país, es notorio que al estar a una altura suficiente se mitigan los efectos de la cercanía a los trópicos o el Ecuador, es decir, del calor excesivo. Con todo, no es el calor en sí mismo lo que puede afectar a los viñedos de calidad de manera contundente, sino la falta de amplitud térmica. Si el calor del día no se ve compensado con el fresco de la noche, y si las diferentes estaciones del año no se presentan de manera clara y contrastada entre sí, es sumamente difícil que las uvas alcancen su madurez habiendo acumulado una buena cantidad de componentes indispensables: aromas, en todos los casos, y taninos, en el caso de las uvas tintas. También se complica la posibilidad de mantener niveles de acidez natural suficientes como para que los vinos atesoren un mínimo de frescura, de nervio y de fluidez. La altitud, entonces, logra compensar la baja latitud y produce las debidas variaciones de temperatura que aseguran una maduración paulatina, lenta y progresiva de los racimos, lo que genera vinos ricos en color, aroma y sabor. Algo bastante diferente sucede al otro lado de esa franja. Pasados los 50 grados, las posibilidades de amortiguar la falta de calidez y de sol escasean terriblemente. Los problemas que genera el entorno climático se vuelven casi imposibles de evitar y no cambian demasiado estando a diferentes alturas, cerca o lejos del mar, en zonas húmedas o secas. En latitudes demasiado bajas, la uva puede madurar mejor o peor, más rápido o más despacio, pero tarde o temprano madura. En latitudes demasiado altas simplemente no llega a hacerlo, porque los veranos son muy cortos y los otoños se vuelven fríos rápidamente, con la consecuente presencia de heladas en pleno ciclo productivo de la vid. Otra diferencia entre los dos extremos de la franja es que la frontera inferior no discrimina variedades, mientras que la superior se muestra altamente selectiva. Por debajo de los 30 grados de latitud se practica el cultivo de un extenso número de cepajes, algunos de los cuales pueden ser más propicios que otros para esas regiones, pero ninguno queda exceptuado. Vale decir, Syrah o Cabernet Sauvignon pueden funcionar en zonas relativamente cálidas mejor que Merlot o Pinot Noir, pero eso no significa que el cultivo de estos últimos se torne técnicamente imposible. En todo caso, no producirán vinos expresivos de su tipicidad. En latitudes altas, en cambio, el abanico de variedades disminuye de manera dramática ya que no hay posibilidad alguna de adaptación para los cultivares de ciclo largo. No es casualidad que los países y regiones situados en las cercanías del paralelo 50 se hayan inclinado históricamente por cepajes de ciclo corto, como el Riesling, el Pinot Noir y el Gewürztraminer. En las zonas frías del Viejo Mundo, esas uvas han estado ahí desde siempre, mientras que en el Nuevo Mundo se tomó la experiencia europea para adaptar el cultivo de cada cepa a los lugares más indicados. Si no tiene nada de casual el cultivo histórico de Riesling en Alemania, de Pinot Noir en la Champagne o de Gewürztraminer en Alsacia, tampoco es una coincidencia la producción destacada de Pinot Noir en Oregon y en British Columbia, o de Gewürztraminer en la isla sur de Nueva Zelandia. Las mencionadas no son las únicas variedades de comportamiento apto para regiones de latitud avanzada, pero sí los ejemplos más emblemáticos. A ellas podrían agregarse Chardonnay, de enorme plasticidad ecogénica y tal vez la uva con mayor capacidad de adaptación en el mundo; Sauvignon Blanc, que tiene necesidad de climas frescos para desplegar su positiva personalidad ácida, y Merlot, que puede crecer en climas bastante fríos manteniendo los agradables matices de frutas, vegetales y especias que la caracterizan. Esto, desde ya, teniendo en cuenta las cepas de mayor difusión mundial sin perjuicio de una importante cantidad de otros cultivares localizados regionalmente que incluye, entre otros, al Sylvaner, al Müller Thurgau (un híbrido de Riesling y Sylvaner) y a la Vidal, una curiosa hibridación entre Ugni Blanc y Seyval Blanc que cuenta con resonante éxito en Canadá. Allí se utiliza como base de numerosos ejemplares de icewine (vino de hielo), un singular producto del ingenio humano para hacer vino en condiciones extremadamente adversas. Latitudes iguales, hemisferios diferentes Es muy lógico asociar de inmediato la idea de territorios situados en altas latitudes con el clima frío. No obstante, la latitud no es el único factor que favorece la disminución de temperaturas. Muchos de los conceptos señalados sobre falta de calor, veranos cortos e inviernos anticipados se pueden hacer extensivos a varias zonas altas de Europa que no están tan cerca del paralelo 50. El Tirol italiano, Suiza, Austria y muchas regiones vitivinícolas del este (Tokay en Hungría, Transilvania en Rumania, etcétera) desarrollan sus cultivos en climas sumamente fríos, con similar preferencia por variedades de ciclo corto. De todos modos, quiero diferenciar perfectamente aquellos terruños en los que tales condiciones son una consecuencia inevitable de la localización geográfica de aquéllos en los que se producen por la presencia de un accidente geológico, como puede ser un valle elevado en medio de una cadena montañosa. Para graficarlo de un modo ciertamente burdo, la cima del Aconcagua es un lugar frío, pero eso no quiere decir que se encuentre en una región fría. La altitud es una posición eventual que puede cambiar en pocos kilómetros y presenta distintos matices, mientras que la latitud es permanente y obedece a mediciones que no se modifican. Ahora bien, el tema del frío es muy útil para adentrarse en una premisa crucial cuando tratamos de colocar a la Patagonia en un contexto adecuado. Muchas veces pude escuchar a gente que decía que las condiciones reinantes en el norte de la Patagonia, es decir, donde se concentra su actividad vitivinícola, no son comparables a las del hemisferio norte por ubicación geográfica ni por temperatura, tratando de invalidar por completo cualquier proposición de sus vinos como productos de alta latitud o como productos del frío. “El paralelo 42, donde está el viñedo más austral de la Argentina, en Europa apenas pasa por Roma” o “durante el verano hace mucho calor en Neuquén y Río Negro”, son los argumentos más escuchados al respecto. En principio, la idea de la comparación imposible es esencialmente correcta y demuestra que quienes la señalan poseen un buen conocimiento de geografía a un nivel, digamos, escolar. Pero quien tiene la fortuna de entender algo más sobre geografía, mapas y vinos, sabe bien que esa comparación no debe tomarse al pie de la letra, sino como una manera de encontrar similitudes dentro de las abismales diferencias que existen entre la mitad norte y la mitad sur del planeta. No se pueden poner en la balanza idénticas latitudes ni idénticas temperaturas en ambos hemisferios porque no llegamos a ningún resultado coherente. Del mismo modo, las situaciones climáticas y geográficas de Burdeos y Mendoza son completamente distintas, pero es harto evidente que deben tener una buena cantidad de puntos comparables desde el momento en que ambas regiones resultan exitosas para producir vinos de calidad a partir de las mismas variedades de uva. Mirando a simple vista un planisferio y exceptuando la Antártida, resulta notoria la mayor cantidad de territorio continental ubicado en el hemisferio norte respecto a su opuesto, desigualdad que se vuelve todavía más acentuada a partir de los 30 grados de latitud. Si observamos los “pedazos de tierra” con cierta superficie más allá del paralelo 40 en la parte meridional del globo, veremos que se limitan al extremo sur de la Argentina, Chile y Nueva Zelandia. Y si pasamos el paralelo 45, sólo quedan los dos primeros. Por lo tanto, una comparación directa de latitudes es absurda, en primer lugar, debido a la naturaleza esencialmente diferente que presentan el lado boreal (más terrenal) y el lado austral (más marítimo). Por la misma razón, no es posible trazar analogías lógicas de clima sobre regiones vitivinícolas ubicadas en un mismo paralelo, pero en hemisferios diferentes, ya que las condiciones relativas de ubicación exacta, presencia de vientos, cercanía del mar, humedad ambiente, composición y fertilidad de los suelos, ondulaciones del terreno y temperaturas promedio, son tan diferentes que pesan mucho más que la latitud en sí misma. El Hoyo de Epuyén, en Chubut, se encuentra en una latitud similar a la isla de Córcega o a la región italiana del Abruzzo, pero no se parece en nada a ninguna de las dos, del mismo modo que el entorno de 25 de Mayo, en La Pampa, no le resultaría familiar a un viñatero portugués de Setúbal, a pesar de encontrarse a idéntica distancia del Ecuador. Ese viñatero se daría cuenta muy pronto de que, debido al viento, los cero grados de La Pampa resultan mucho más gélidos allí que en su terruño natal, y se sorprendería por la diferencia de hasta 35 grados entre la temperatura del día y de la noche, algo que en su patria no se verifica jamás. Para los parámetros del hemisferio sur en general, y de la Argentina en particular, es lícito considerar a la Patagonia vitivinícola como una región de alta latitud y como una región fría. Dentro de nuestro propio territorio, los viñedos del sur marcan una diferencia perfectamente mensurable respecto a los de más al norte, no sólo en cuanto a fechas de brotación, envero y madurez de la vid, sino también a los vinos que producen, más brillantes, frescos y profundos. La caracterización de los vinos patagónicos como “vinos del frío” es, por lo tanto, correcta, y debe ser defendida como un rasgo más de identidad asociada al terruño. Fuente Infobae

miércoles, 14 de noviembre de 2012

El Malbec y su alcance....

Nadie duda que el cepaje nacional está en un gran momento. El quid de la cuestión será entender esta realidad para conocer su verdadero potencial y no seguir alimentando el imaginario colectivo augurando un suceso ilimitado. Por suerte, a Domingo Faustino Sarmiento se le ocurrió hace más de ciento cincuenta años contratar al agrónomo francés Michel Aimé Pouget para que implantara en nuestras tierras cuyanas las mejores variedades de su país, ya consagrado vitivinícolamente hablando desde aquel entonces. Por suerte, de todas las variedades francesas importadas, la Malbec fue la que mejor se adaptó. Porque si bien pasaron muchos años hasta darnos cuenta de que el éxito de toda una industria dependería de él, esta historia de amor entre nuestros terruños y este cepaje poco querido en Burdeos goza de larga data. No por casualidad supo ser la variedad tinta más difundida en todas nuestras zonas vitícolas. Y si bien luego la historia le jugó una mala pasada, en la que se la erradicó casi en su totalidad, supo reponerse y volver a poner la casa en orden. Ahora bien, con un pasado reciente tan vertiginoso y un presente tan promisorio, es hora de entender hasta dónde podemos llegar con el Malbec argentino. Porque si bien es cierto que muchos de nuestros preceptos vitivinícolas arraigados desde hace casi dos siglos gracias a los inmigrantes se desvanecieron, muchos se mantienen vigentes. Y quizá esa sea la principal razón por la que nuestro país es el más viejo mundista entre los países del Nuevo Mundo. Porque aquí se hace y se bebe vino desde hace mucho tiempo. Y el Malbec siempre estuvo presente. Claro que no con este estrellato ni tan diverso ni tan sofisticado, pero estuvo siempre presente entre todos nosotros. Hoy nos toca seguir corriendo desde atrás para poder ponernos al día. Mucho hemos avanzado en estos últimos años, y a mí me gusta poner el 2000 como punto de inflexión. Porque si bien la reconversión mental de nuestra industria empezó en los noventa, se puede decir que, a nivel macro, desde el comienzo del nuevo milenio se comprendió que el camino hacia el éxito estaba atado a la calidad. Y que la llave para competir, ser escuchados y respetados por productores, compradores, comunicadores y consumidores del mundo, era el Malbec. Y quizás a partir de 2006, el rumbo se clarificó. Y si bien muchos de los principales protagonistas aseguran que estamos muy lejos del techo Malbec, yo me pregunto cuál será ese techo. Mucho más que original Mucho se ha hablado de las bondades del Malbec como vino, algo que parece un detalle pero que es la cuestión más importante. Un vino que tardó en colarse dentro de la fiebre varietal que azotó al mundo consumidor hacia fines de los noventa. Y si bien nosotros venimos insistiendo hace más de una década, recién ahora podemos decir que hay un reconocimiento del Malbec como varietal y que eso es gracias a la Argentina. Porque al principio sólo era la llave para abrir puertas de mercados emergentes: ese vino distinto que nadie tiene, la novedad, lo original que había para ofrecer en una vinoteca. Pero claro, cuando la novedad se acaba, si no prende, hace falta ofrecer algo más. Por eso, la Argentina tardó en ser respetada. Porque de no exportar nada, más allá de ser desde siempre los quintos productores mundiales, además de grandes consumidores, pasamos a querer tirar toda nuestra diversidad sobre la mesa. Pero claro, el impacto se desvanecía tanto como aquella fórmula de implantar la mayor cantidad de cepajes en el mismo terruño, uno al lado del otro. Entonces, llegó el momento de la consistencia y de la toma de conciencia. Y mientras antes decíamos orgullosos que el Malbec argentino era el mejor del mundo, simplemente porque así lo creíamos, pero sobre todo porque nadie más lo hacía, hoy podemos estar mucho más orgullosos. Porque la realidad nos avala, y si bien siguen siendo pocos los Malbec vinificados en otras partes del mundo, hoy nuestra oferta es sumamente abarcativa, rica y muy consistente. A tal punto que nuestros mejores Malbec ya superaron la barrera de los 95 puntos de los referentes internacionales más reconocidos y pueden compartir escena de igual a igual en una mesa con los mejores vinos del planeta y salir bien parados. Por eso, hoy es mucho más real afirmar que el Malbec argentino es el mejor del mundo, incluyendo obviamente a los originales exponentes de Cahors, en el sudoeste francés. Y eso que, según los verdaderos protagonistas de esta película (los agrónomos y enólogos), todavía nos falta mucho para aprender. Y lejos de entrar en una discusión que no tiene fin, ya que algún día se llega al techo y luego sólo habla la naturaleza y decreta qué cosecha es mejor, recién estamos comprendiendo a nuestros terruños. Estamos conociendo de la superficie para abajo. Por eso se destacan nombres como Altamira, Vistaflores, La Consulta, Las Compuertas, Luján de Cuyo o Gualtallary, entre otros. Porque los hacedores ya tienen las pistas precisas y saben que están bien encaminados para descubrir el tesoro. Animarse a más En esta carrera por posicionar el Malbec argentino y sacarle el jugo como punta de lanza surgen obstáculos que muchos prefieren evitar; sin embargo, el éxito estará en poder enfrentarlos. Porque si deseamos, desde este rincón del mundo, poder convencer a todos los consumidores globales de las bondades y atributos de nuestro Malbec, vamos a tener que sentarnos porque la espera puede llegar a ser larga. Es una cuestión de objetivos, y en ese sentido hay dos caminos posibles. El primero y más fácil, pretender que el Malbec nacional siga siendo nuestro estandarte y nuestra llave para abrir puertas. El segundo y mucho más ambicioso es demostrarle al mundo que realmente el Malbec argentino es el mejor, sin importar quienes más lo vinifiquen. Entonces, en lugar de querer centralizar la promoción del cepaje y seguir mirándonos el ombligo, hay que salir a hacer lo que hicieron aquellos que hacían Cabernet Sauvignon, Chardonnay y Syrah. Porque si logramos que muchos lo hagan, el trabajo de posicionamiento será mucho más abarcativo y menos costoso. Y, una vez grabada la palabra Malbec en la cabeza de todo consumidor de vinos, el camino por querer experimentar el mejor Malbec será corto. Y si tanta razón tenemos, todos los caminos conducirán sin escalas a nuestros exponentes. ¿O acaso alguien piensa que en Borgoña están preocupados por el auge de los países que producen Chardonnay y Pinot Noir, o que en Burdeos se plantean cómo boicotear las plantaciones de Cabernet Sauvignon y Merlot del mundo entero, o que en el Ródano francés tienen un plan macabro para erradicar todos los Syrah australianos, o que los productores de Champagne se quieren matar por el auge de las burbujas de diversos orígenes? Muy por el contrario; están agradecidos porque mientras el mundo avance y se sumen nuevos consumidores, tarde o temprano, muchos van a querer desembocar en los mejores exponentes. Y sabemos que en el universo hay muchos más amantes (entre actuales y potenciales) del vino que cantidad de vino que podamos producir entre todos. Por eso, el desafío es seguir escalando e investigando en busca de explotar nuestros mejores terruños y pulir esas sutilezas que hacen de un vino algo único e irrepetible. El Malbec argentino tiene todo para lograrlo, simplemente hay que animarse a más. Es difícil hablar de pionerismo en tema Malbec, porque los Malbec de hoy los hicimos entre todos, y tampoco es bueno creer que los enólogos que vienen de afuera son mejores de los que nacieron, crecieron y trabajan aquí. Pero hay algunos nombres importados que mucho han aportado para la fama internacional de nuestro Malbec. Quizás el que más ha sobresalido sea Michel Rolland, no sólo por haber sido el primer impulsor de que los vinos argentinos cambiaran y pudieran ser vendidos en el exterior, sino porque se afincó aquí desde su primera visita. Primero en Yacochuya y luego con el Clos de los Siete. Justamente fue él quien originó lo que puede ser considerado como el proyecto vitivinícola más imponente del mundo. Por sus dimensiones y por la cantidad y calidad de personas que lo componen. Pero además, abrió una sucursal de su laboratorio Eno Rolland hace más de diez años. Y cuando se jubile y deje de asesorar a cientos de bodegas en más de doce países, pasará sus días entre su Francia natal y su Argentina adoptada. El hecho de ser una de las personas más famosas del mundo del vino explica mucho, pero sin dudas su confianza en el Malbec fue la clave. Porque él, considerado uno de los reyes del Merlot, no lo elabora aquí. Y si bien asesora a muchas bodegas y en su flamante Mariflor se dedica a jugar al borgoñón con un Pinot Noir, son su Yacochuya y su Val de Flores sus tintos nacionales de bandera. Otro que llegó aquí hace muchos años fue Paul Hobbs, aunque el Malbec no estaba en sus planes originales. Tampoco en los de Nicolás Catena, quien lo contrató por su know how en barricas y por elaborar Chardonnay y Cabernet Sauvignon. Pero el destino quiso que conociera el Malbec y hace más de una década fundara Viña Cobos. Hoy su sello respalda muchos de los Malbec más prestigiosos del país. Algo que también ocurre con Alberto Antonini, quien primero se despachó como copropietario de Altos Las Hormigas. Triunfó, sobre todo en los Estados Unidos, con su Malbec, y desde ese entonces no paró de recibir solicitudes de asesoramiento de bodegas colegas. Otro que más que asesor es hacedor y propietario es Roby Cipresso (italiano), quien deslumbra desde siempre con sus Malbec icónicos mendocinos. Por último, en este grupo no podemos dejar de nombrar a Pierre Lurton, quien si bien es el actual presidente de dos de los châteaux más famosos del mundo (Cheval Blanc y D’Yquem), también preside Cheval des Andes, del grupo Moët Hennessy Argentina. Alguien tan reconocido y que pertenece a una de las familias más importantes del mundo del vino le aporta mucho a la fama de nuestro cepaje emblemático. Sobre todo porque es un convencido de que la Argentina, con Mendoza a la cabeza, es el terruño que viene. Y si bien puede sonar a compromiso, al hablar con él uno percibe su humildad y gran criterio, y su poca necesidad de ser condescendiente. Para él, que elabora Cheval Blanc, los parámetros son fineza, elegancia y delicadeza. Y con el flamante Cheval des Andes 2006 en la mano y los Single Vineyard Malbec de Altamira y Las Compuertas de Terrazas de los Andes que se vienen, no duda en posicionar al Malbec como el próximo gran cepaje. Fuente Infobae