La Borgoña es una de las regiones vinícolas más famosas del planeta y sin duda la más respetada por los fetichistas de los grandes caldos. Su producción es pequeña y todo sibarita que se precie sueña con atesorar al menos un par de buenos ejemplares en su bodega, de ahí que sus precios suban como la espuma y que, por sólo una botella de sus tintos más famosos, lleguen a pagarse cifras capaces de superar el precio de tu viaje por la región.
La combinación del clima, el exquisito mimo con que se cuida cada paso de su elaboración y, sobre todo, un suelo difícil que obliga a la viña a hundir sus raíces a gran profundidad para buscar nutrientes y que estresa a la planta en la medida justa para que se concentre exclusivamente en el fruto son las claves de los vinos de Borgoña. Dicho así parece fácil, pero entender estos caldos es, sin exageración, labor de toda una vida; una especie de juego plagado de retos para sus incondicionales.
Baste como prueba de ello intentar descifrar la etiqueta de sus botellas. En función de los distintos tipos de denominación, puede que en muchas ni siquiera aparezca la palabra Borgoña por ningún sitio, lo que exige al iniciado conocer el nombre de los pueblos y parcelas concretas –que son miles– en las que se ha hecho ese vino en particular. Estos nombres suelen ocupar el lugar principal de la etiqueta, lo que refleja la reverencia que se tiene en Borgoña por el terruño, que es el verdadero protagonista de sus vinos.
Por si ya sólo con eso no fuera suficientemente complicado, un buen conocedor habrá de estar familiarizado, también, con los nombres de cada productor, ya que cada uno elabora sus vinos según su criterio. Además, en Borgoña es tan frecuente que los productores tengan parcelas en distintas localidades –y de las que, lógicamente, hacen vinos diferentes–, como que una misma parcela esté repartida entre varios propietarios, que hacen cada uno un vino distinto al del vecino.
La complejidad que resulta de las mil y una combinaciones posibles puede, y con razón, desmoralizar a cualquiera, pero la idea, más que convertirse en un experto, es hacerse con algunas claves esenciales visitando un puñado de bodegas e incluso participando en algún taller de cata y, al tiempo, disfrutar en buena compañía de esta región salpicada pequeñas ciudades con siglos de historia a sus espaldas como Beaune o Dijon, de monasterios y abadías de la talla de Cluny, Citeaux o Vézelay, cuyos monjes fueron cruciales para el auge de los vinos de calidad, y de infinidad de pueblitos deliciosos que van asomando por las carreteras secundarias al serpentear entre las colinas sobre las que se posan las inmaculadas hileras de cepas: pinot noir y un poco de uva gamay para los tintos, y chardonnay y algo de aligoté para sus elegantísimos blancos.
A menos que se viaje en coche desde España –recomendable quizá para escapadas más largas–, lo mejor es volar a Lyon o París y recoger en el mismo aeropuerto un coche de alquiler para moverse a su aire. En unas dos horas de autopista se llega a la Borgoña, que se extiende a lo largo de 250 kilómetros desde Chablis hasta el Mâconnais. Las rutas a emprender por la región son infinitas, pero cuando la prioridad es el vino conviene seguir algunos de los cinco itinerarios vitícolas, perfectamente señalizados, que la atraviesan. Imprescindible, la ruta de los Grand Crus, esos Campos Elíseos de la Borgoña en los que detenerse junto a los viñedos de Clos de Vougeot, Chambertin o sus majestades La Tâche y Romanée-Conti. O la de los Grands Vins por la Côte Chalonnaise, con infinidad de senderos para quienes, aprovechando el buen tiempo, se atrevan a recorrer algunos de sus tramos también en bici.
jueves, 16 de julio de 2009
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