lunes, 29 de octubre de 2012

Punta del Este Food and Wine Festival

Fueron tres días movidos. Unas 2.500 personas vivieron alguna de las nueve fiestas propuestas por el Punta del Este Food and Wine Festival. Por si fuera poco la primavera se portó como verano y este encuentro gourmet fue un aperitivo como para abrir el apetito por la temporada que viene.Hubo tres tipos de fiestas: las ferias de comida y vino en clave chic; los atardeceres frente al mar en un ambiente casual y también muy chic, y las cenas preparadas a dúo o a trío por grandes chefs en una atmósfera realmente chic. Y el final, a toda orquesta, fue el domingo a cargo de los siete fuegos de Francis Mallman.Punta del Este ofrece esa posibilidad rara en Uruguay de convocar tanta gente para una movida que no ofrezca precios populares. Por US$ 85 por persona se podía acceder un chill out al atardecer. Las cenas costaban US$ 250. Lo curioso es que, comparada con Punta delEste misma, los precios fueron muy razonables. De hecho se vivió como algo casual, interesante y accesible por los lugareños (que en buena parte eran estadounidenses y europeos residentes en Punta) y por los argentinos y brasileños que viajaron especialmente.El público lo complementó una clase de uruguayos que de a poco empiezan a atreverse a salir de la rutina local.Es la tercera edición del festival y todo indica que llegó para quedarse. Las fiestas cada vez son más y mejores y la convocatoria, tanto de chefs como de público, se supera cada año.Además, a pesar de que los costos son altos –la organización empieza en enero y hay 120 personas trabajando durante el evento, según Gabriel Bialystocki, creador y fundador de la movida–, la actividad es rentable.Seis cocinas El sábado a mediodía el establecimiento Colinas de Garzón proponía La vuelta al mundo en seis cocinas. Por un precio de US$ 135 se podían degustar las especialidades de media docena de chefs que preparaban, cada uno, dos platos. Se destacaron el estadounidense Jason Fox y el argentino-israelí Víctor Cloger.Fox apostó a una sobriedad clásica, con una propuesta de mollejas con manteca noisete y salsa de yusu que estaba muy bien, como una variante delicada de ese ingrediente tan familiar en la parrilla rioplatense, y pollo con langostinos, zanahorias baby y caldo dashi, que también funcionaba muy bien. Ninguno de los sabores se imponía sino que armonizaban como una orquesta de cámara. Las porciones eran minúsculas, por lo cual se hacía necesario volver al stand del señor Fox una y otra vez. Cloger sorprendió con unas albóndigas de corvina negra que valían el precio de la entrada. Se apreciaba el sabor de las avellanas en una concepción compleja y también armónica, acompañadas con dátiles. También ofreció sopa de berenjena tostada con queso de cabra y especias.La levedad general de la propuesta gastronómica, además, aconsejaba los vinos blancos. Había una buena variedad de ellos, todos de Bodegas Garzón, los viñedos locales. Se podía empezar con un Sauvignon Blanc y seguir con algo un poco más corpóreo, como un Voignier, y funcionaba muy bien.Mariana Müller, chef de Cassis, en Bariloche, presentó el único toque fresco, sin fuego, con unas ensaladas muy competentes. La mezcla de hojas verdes, brotes, flores y frutas formaban un conjunto de sabor y textura que completaba los menús de Fox y Cloger.Martín Baquero, del restaurante argentino Gajo, presentó una caponata no muy conmovedora y un pincho de picaña que estaba bien, sin exagerar. La propuesta de Martín Rebaudino, del restaurante Oviedo, de Buenos Aires, fue un pulpo a la gallega que no decía nada novedoso.Lucía Soria, chef de Lucifer, en Pueblo Garzón, preparó sándwiches de corvina, en una focaccia servida fría y un gazpacho suave y agradable.La idea, como en todo el festival, estaba pautada por el uso de ingredientes locales. Los chefs disponían de una lista de productos y entonces elaboraban opciones de platos que eran consensuadas por la organización. En general, es lícito decir que la propuesta, en el caso de estas seis cocinas, es todavía conservadora. No había sabores que cuestionaran el paladar, nada que fuera demasiado arriesgado, que corriera el peligro de incomodar o maravillar. Eso parecía, de cualquier forma, un acuerdo tácito entre los organizadores y los dos centenares de personas que acudieron al evento, que vivieron un par de horas muy relajados en un ambiente bucólico muy agradable.

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